martes, 6 de septiembre de 2016

Declaración de intenciones.

Escribir es algo que sale de dentro, pero redactar requiere disciplina y meditación. El relámpago atraviesa la cabeza y produce el chispazo, provocando así la arcada que es la inspiración. La forma en que vomites es lo que define tu arte. Escribir es instinto y redactar es trabajo, y es en este trabajo donde entran en juego las influencias y las intenciones. Nadie, por muy libre o transgresor que se crea, está libre de ellas. Todos perseguimos escribir aquello que nos gustaría leer y nuestros gustos como lector los define el tiempo que consumimos leyendo a otros. Esto acaba contaminando, irremediablemente, nuestra pluma. Decía Picasso que “Los grandes artistas copian, los genios roban”, y yo llevo años robándole a aquellos que considero maestros, huyendo con temor de aquellas otras grandes firmas que, desde los grandes medios, han prostituido impunemente la columna periodística hasta reducirla a una mera trinchera ideológica desde la que presionar en busca de un beneficio corporativo y/o personal.

Mi intención (y mi influencia), al contrario que mi estilo, es clara: aproximarme más a los soliloquios de Jabois o Millás que a los sermones de Antonio Burgos, estar más cerca del cuento de Cortázar que de los graznidos de Pérez Reverte. Busco la pequeña divagación que va del detalle a la revelación, de lo cotidiano a lo extraordinario, la introspección que golpea la mente y agita la mandíbula. Nada de escribir ladridos que agraden al amo y aseguren el pienso diario; nada de reflexiones masticadas ni de iluminaciones absolutas; nada de concisiones, ni concesiones; nada de evidencias meridianas ni intenciones ocultas. Tan solo opiniones entre líneas paralelas y letras perpendiculares, sensaciones propias de rutinas universales, historias nebulosas con moraleja de libre elección. Escribir por escribir, leer por leer, reír por reír.

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