Escribir es algo que sale de
dentro, pero redactar requiere disciplina y meditación. El relámpago atraviesa
la cabeza y produce el chispazo, provocando así la arcada que es la inspiración.
La forma en que vomites es lo que define tu arte. Escribir es instinto y
redactar es trabajo, y es en este trabajo donde entran en juego las influencias
y las intenciones. Nadie, por muy libre o transgresor que se crea, está libre
de ellas. Todos perseguimos escribir aquello que nos gustaría leer y nuestros
gustos como lector los define el tiempo que consumimos leyendo a otros. Esto
acaba contaminando, irremediablemente, nuestra pluma. Decía Picasso que “Los
grandes artistas copian, los genios roban”, y yo llevo años robándole a aquellos
que considero maestros, huyendo
con temor de aquellas otras grandes firmas que, desde los grandes medios, han
prostituido impunemente la columna periodística hasta reducirla a una mera trinchera
ideológica desde la que presionar en busca de un beneficio corporativo y/o personal.
Mi intención (y mi influencia),
al contrario que mi estilo, es clara: aproximarme más a los soliloquios de
Jabois o Millás que a los sermones de Antonio Burgos, estar más cerca del
cuento de Cortázar que de los graznidos de Pérez Reverte. Busco la pequeña
divagación que va del detalle a la revelación, de lo cotidiano a lo
extraordinario, la introspección que golpea la mente y agita la mandíbula. Nada
de escribir ladridos que agraden al amo y aseguren el pienso diario; nada de
reflexiones masticadas ni de iluminaciones absolutas; nada de concisiones, ni
concesiones; nada de evidencias meridianas ni intenciones ocultas. Tan solo
opiniones entre líneas paralelas y letras perpendiculares, sensaciones propias
de rutinas universales, historias nebulosas con moraleja de libre elección.
Escribir por escribir, leer por leer, reír por reír.
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