jueves, 1 de septiembre de 2016

Dórico, jónico y corintio

Escribir es algo sagrado, un santuario personal de arquitectura propia cuyo interior muestra a su autor desnudo ante el lector. Escribir es un rezo reflexivo y desorientado, una oración violenta y repentina, una plegaria de sensaciones, un grito sordo celestial, un frío y solitario aleluya.

Creo que todo escritor, ya sea amateur o profesional, novelista o poeta, best-seller o muerto de hambre, construye con los años un templo literario a su imagen y semejanza. Algunos desarrollan construcciones mastodónticas sobre firmes y fuertes cimientos, cuadriculando los planos con segmentos áureos y uniones rectilíneas en un desesperado intento de aguantar el peso del tiempo. Otros, en cambio, empiezan la casa por el tejado e intentan castillos en el aire, arriesgándose a caer en el infinito fracaso de no llegar a ser ni una mera ruina, pero ambicionando que el desordenado y caótico laberinto de formas encierre las horas en un bucle infinito inmune a los años. Ninguna técnica es exacta, ningún método es válido. Es parte de la seducción de las letras. No existe la justicia contemporánea y el reconocimiento presente no garantiza más éxito que aquel que el capitalismo vende y otorga.

Yo, novelista amateur, intento de poeta y muerto de hambre, estoy firmemente convencido de querer construir mi propio templo, aunque aún no sé muy bien cómo levantarlo. Creo que, tras años de lectura y pequeñas incursiones más o menos literarias por aquí y por allá, poseo una base sobre la que empezar a construir algo. Algo que no se parezca al Partenón más clásico, pero que tenga cierto aire helénico. Algo que, sin llegar a las curvas imposibles de Gaudí, consiga jugar con el aire en un cautivador vaivén de sensación de derrumbe. Algo cuyo tejado se alce imponente sobre el horizonte y permita a los liricistas sentir vértigo al asomarse al confín de su propio universo.

La pretensión no es poca, por lo que el método ha de ser humilde y paciente y, para poder sujetar ese eminente tejado, primero hay que levantar columnas que lo sustenten. Muchas columnas. Columnas de todo tipo: las simples y clásicas dóricas, las finas y elegantes jónicas y las exuberantemente rematadas corintias.

Por eso, nace y comienza (como todo principio, en septiembre), este espacio propio, personal y transferible, en el que, sin temática definida y, por supuesto, sin más normas constructivas y reglas arquitectónicas que las propias, un alzamiento masivo vertebral de columnas, estilo periodístico-literario que, quizás por su brevedad conceptista y su efímera caducidad, siempre ha sido una de mis predilecciones tanto a la hora de escribir, como de leer.

Sean bienvenidos. Por favor, respeten el patrimonio, critiquen la construcción, notifiquen las fisuras y descálcense antes de entrar.

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